Lex Luthor, genio criminal de la ciudad de Metrópolis, se levantó esa mañana de mal humor. Estaba muy harto de que un pureta vestido de colores chillones, peinado como un extra de Grease, con una capita y unas botas de charol rojas diese al traste con todos sus maquiavélicos planes.

Él no era un cualquiera, era el más grande genio criminal del globo y debía demostrarlo. Su meta no debía ser subyugar al boy-scout, algo por otra parte harto difícil, sino someter a todo el planeta para hundir a su "héroe" en la más honda desesperación.

Para ello debía atacar directamente a la raiz, pues de ella depende el futuro. Y esa raiz son los niños. Tenía que ser un golpe rápido y devastador, de gran alcance. Algo inesperado y que abarcase todos los continentes. Cuantos más cayesen, mejor.

Ese golpe llegaría al corazón. No! a las piernas, al sustento de la civilización. Trascendería la religión. Estaría tan presente como la propia respiración y desmontaría el sistema de valores de occidente. Y de ahí al caos, la anarquía suicidios en masa, hermanos contra hermanos... En pocas palabras: el fin del mundo.

E hizo esto: